Theopile Gautier, en La muerte enamorada, narra las aventuras de un sacerdote que mientras duerme lleva una vida libertina al lado de una mujer vampira, y en las mañanas vive monacalmente. Hace tiempo que me siento igual.
Despierto, me arreglo y vengo a la oficina, y es como si estuviera en una isla: no hablo con mis compañeras (han inventado, incluso, que mi esposa me golpea y la última vez que tuve noticias, íbamos para la cuarta separación), me encierro en mi oficina (no hablo más de 10 minutos en las 8 horas de mi jornada laboral) y sólo espero que den las tres para embarcarme a otro sitio.
Luego, me dirijo a tierra firme y platico con Monisváiscito, con Toño, con mi esposa; leo, voy a cursos, disfruto helados en Tlalpan, cenas en el Borrego Viudo; camino...
Y por si fuera poco, ya entrando a la madrugada sueño y continúo con mis viajes a sitios más agradables.
Al amanecer, cierro los ojos de mi alma y me sumo en una especie de coma: justo al entrar a mi oficina.
A veces, cuando tengo el ánimo muy alto, inicio pláticas con algún compañero, sonrió a las secretarias y lanzó una botella al mar...
¡Qué días aquellos cuando trabajaba aquí La Gorda y platicábamos 10, 20 minutos!
O cuando veíamos, en el área de Monitoreo, algún partido de futbol...
O cuando el Vizconde nos contaba un chiste y hablaba de sus Chivas del Guadalajara...
O cuando pedíamos pizzas y comenzábamos a fanfarronear, a criticarnos amargamente (como amigos)...
Ahora escribo desde mi isla, esperando pronto ya no estar aquí, o al menos tener alguien con quien compartir esta superficie de dos metros cuadrados...
¿Quién dice que en el trabajo sólo es necesario tener compañeros y no amigos?
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