jueves, 14 de junio de 2007

Botella al mar

Theopile Gautier, en La muerte enamorada, narra las aventuras de un sacerdote que mientras duerme lleva una vida libertina al lado de una mujer vampira, y en las mañanas vive monacalmente. Hace tiempo que me siento igual.
Despierto, me arreglo y vengo a la oficina, y es como si estuviera en una isla: no hablo con mis compañeras (han inventado, incluso, que mi esposa me golpea y la última vez que tuve noticias, íbamos para la cuarta separación), me encierro en mi oficina (no hablo más de 10 minutos en las 8 horas de mi jornada laboral) y sólo espero que den las tres para embarcarme a otro sitio.
Luego, me dirijo a tierra firme y platico con Monisváiscito, con Toño, con mi esposa; leo, voy a cursos, disfruto helados en Tlalpan, cenas en el Borrego Viudo; camino...
Y por si fuera poco, ya entrando a la madrugada sueño y continúo con mis viajes a sitios más agradables.
Al amanecer, cierro los ojos de mi alma y me sumo en una especie de coma: justo al entrar a mi oficina.
A veces, cuando tengo el ánimo muy alto, inicio pláticas con algún compañero, sonrió a las secretarias y lanzó una botella al mar...
¡Qué días aquellos cuando trabajaba aquí La Gorda y platicábamos 10, 20 minutos!
O cuando veíamos, en el área de Monitoreo, algún partido de futbol...
O cuando el Vizconde nos contaba un chiste y hablaba de sus Chivas del Guadalajara...
O cuando pedíamos pizzas y comenzábamos a fanfarronear, a criticarnos amargamente (como amigos)...
Ahora escribo desde mi isla, esperando pronto ya no estar aquí, o al menos tener alguien con quien compartir esta superficie de dos metros cuadrados...
¿Quién dice que en el trabajo sólo es necesario tener compañeros y no amigos?

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