martes, 22 de mayo de 2007

Camino por una calle nueva...

Salí a desayunar a un parque y ahí estuve observando a la gente pasar con sus perros, sus problemas... a muchos hablando solos, algunas más leyendo un libro, incluso mujeres haciendo ejercicio a las 12 de la mañana.
Comí una torta de jamón con queso de puerco, me tomé un Sidral Mundet, me senté en una banca de piedra y después, con tal de no regresar a trabajar, me puse a caminar...
Hasta que llegue a la calle de la cual quiero platicar, pero no es tanto la calle, sino lo que ahí observé: edificios de lujo, árboles por todas partes, choferes lavando carros, guaruras esperando a su jefe; y al fondo, cerca de un pirul, un carro muy viejo, como si perteneciera a otro lugar, a un barrio bajo. Había además un montón de basura, bolsas ya desechas por perros curiosos, y ahí, inclinada sobre una silla de ruedas, una mujer dándole de comer a una niña.
La señora había agitado una botella de plástico blanca, la había destapado y se la había puesto en la boca a su hija. La niña, incapaz de moverse, de siquiera gobernar su vista, había dejado escurrir gran parte de esa jarabe color blancuzco. Aquella baba blanca había descendido por su cuello y mojaba una playera un poco percudida.
Intenté desviar la mirada pues sentí miedo, un poco de horror, pero cuando pasaba a un lado de ellas, la madre se dirigió a mí:
—Joven, ¿de casualidad sabe si venden globos por aquí?
—Mmmm, la verdad no sé, no soy de por aquí —entonces ella empezó a negar con la cabeza, como corrigiéndome el diálogo que debía decir...
—Tal vez más adelante ¿no cree? —y asintió con la cabeza, con una cara de angustia...
—Sí, creo que sí, en el parque de más adelante, incluso acabo de ver un globero...
Y entonces dejé de ser interesante para la mujer y se olvidó que aún estaba yo ahí, se puso junto a la niña y suplicante le pidió que comiera, ya después irían por el globo.
—Ya oiste al joven, por allá anda un globero, ¿alcanzas a escuchar el pitido?
Me avergoncé por haber sentido miedo, por querer evitar ver aquella "estampa".
Continue mi camino y en la esquina volteé a ver la calle: los choferes seguían ahí, los guaruras también, los árboles, los depertamentos lujosos; pero aquella mujer y su hija ya habían dejado aquel paraje lleno de basura y miseria. Ahora caminaban por el arroyo vehicular, como sabiendo a dónde dirgirse, palpando ese futuro que había terminado por convertirse en presente.
Observé el letreto con el nombre de la calle (sonreí al creer escuchar al globero, a lo lejos) y me sentí feliz. Las iluminaciones aún son posibles, al menos en la calle Providencia.

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