Despierto con la necesidad de escuchar la canción "Tan joven y tan viejo" de Joaquín Sabina.
No puedo hacerlo pues son las seis de la mañana y mi esposa (y los vecinos) aún duermen.
Quiero oirla a todo volumen, como para recrear un sentimiento que no me abandona.
Hace tiempo, cuando recién llegamos al departamento donde vivimos, por las noches solíamos abrir de par en par la puerta de nuestro balcón, sacar uno de nuestros sillones, destapar una caguama para cada quien, y sin decir palabra (sólo escuchando música) observar la ciudad de noche.
(A lo lejos se aprecia el Periférico, más allá Xochimilco, aún más retirada la autopista a Puebla, y en medio de aquello: millones de historias, aviones que llegan y se van, coches que avanzan, luces que impiden al cielo mostrar todo su esplendor.)
Ya pasados algunos minutos, un poco ebrio, me levantaba para poner el disco de Sabina, la canción que hoy tengo ganas de escuchar, y regresaba con la melancolía por dentro, con un peso en los ojos que aparentaba sueño, pero que en realidad demostraba la carga de algún problema. Y así, como sin quererlo empezaba a cantar: "Lo primero que quise fue marcharme bien lejos..."
Mi esposa no decía nada, sólo me miraba de reojo, como para no irrumpir entre la melancolía y yo... Ya después, borracho, un poco triste, le pasaba la mano por el hombro, por el estómago, por la pierna y nos íbamos a dormir.
A la mañana siguiente, con los ojos cansados de tanto soñar, me levantaba de la cama y descubría que era feliz, más que el día anterior y más de lo que hasta ese día había sido. Entonces pensaba que para llegar a la felicidad era necesaria la melancolía, pues sólo así se valora lo que uno ha vivido, lo que ha dejado y lo que pronto vendrá.
A estas horas, escuchando por fin "Tan joven y tan viejo", cierro los ojos y ya añoro que pase el tiempo, para que más tarde, quizá, vuelva a sentirme feliz.
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