lunes, 28 de marzo de 2011

Paré el taxi y le pedí la dejada. Era media tarde y a esa hora no me dan muchas ganas de platicar. Ella, la taxista, sin embargo comenzó a preguntarme a qué iba a TV Azteca. Algunas respuestas, no muy extensas, pero ella insistía.
-¿Sabe?, a mí me gusta leer —dijo como queriendo convencerme, con esa actitud tan de moda en la que leer es algo bien visto.
Me detuve un instante en ella: traía lentes Channel, una pulsera de tres oros muy delicada, una blusa Tommy y los labios apenas dibujados por un labial color arena. No pasaría de los 50 años, era jovial y miraba constantemente con sus ojos color miel a través del retrovisor.
—Antes los compraba en Gandhi, porque vivía por ahí, pero ahora acostumbro comprarlos en Sanborns, cuando veo a mis amigas.
Entonces, sin que yo estimulara su conversación, ella continuó.
—Tengo una amiga escritora. Bueno, es psicóloga, pero tuvo un hijo con esquizofrenia y cuando murió el muchacho escribió un libro sobre la enfermedad, e incluyó los dibujos que hacía su hijo. Ella vive en Querétaro, a veces voy a verla. No muy seguido, pues tengo algunos compromisos. A ella la conocí en mi último trabajo, soy química, doctora en bioquímica, pero abandoné la empresa cuando me dio cáncer. Ya sabe, soy sola, no tengo hijos, tengo tres departamentos en el DF y dos casas: una en Toluca y otra en Cuernavaca. Las rento y de ahí saco. Mire, aquí traigo propaganda. ¿No le interesa? La de Cuernavaca tiene esta alberca y estos juegos. Rento en 4 mil el fin de semana, pero fácilmente caben tres o cuatro familias.
Me extendió un folleto con una hermosa residencia, una alberca gigante con agua clara y un pequeño jardín con columpios, resbaladilla y árboles frutales.
Con la vista la interrogué. Ella, quien seguro había visto muchas veces esa mirada, contestó de inmediato.
—El taxi nada más lo trabajo el jueves, a veces el viernes. Me sirve para distraerme. No tengo necesidad, la verdad, pero no me gusta estar encerrada en casa. En ocasiones voy con mi amiga a Querétaro, otras a mi casa de Toluca. Salgo en el carro cuando debo ir por mis rentas, cosas así, pero nada más. Hace tres años, cuando me curaron el cáncer, me fui a vivir año y medio a Canadá, pero me sentía triste, por eso regresé.
Estábamos a punto de llegar a mi destino. Ella comenzó a orillar el taxi.
—Ahorita busco un libro en especial, no sé si lo conozca —y con una mirada despreciativa me mencionó un título que nunca había oído y que olvidé al instante—. ¿No? ¿Qué pasó, joven? ¿No que es escritor?
No supe qué decir. Pagué con el importe exacto y bajé del taxi. Cuando cerraba la puerta me dirigió una mirada compasiva.
—Que le vaya bien en su entrevista —me gritó—, y si alguna vez le interesa, la casa de Cuernavaca está amuelada y tiene biblioteca.
Comencé a caminar despacio. Subí un puente de Periférico. Miré la hora y traté de localizar el taxi de aquella mujer entre el flujo vehicular.
Hasta entonces había creído que había muchos taxistas que inventaban historias, pero no sabía qué creer respecto a esa mujer.
Ubiqué el taxi. Se alejaba por los carriles centrales, tal vez para evitar otro pasajero tan silencioso como yo.

1 comentario:

Rogelio Pineda Rojas dijo...

Ser escritor no es conocer a los autores, viejos o nuevos; tampoco es apantallar a los nativos con espejitos dicharacheros extraídos del libro en turno. Ser escritor no es, inclusive, contar una historia de principio a fin. La misión del escritor es el rescate de universos perdidos: bienvenido mi cazador de mundos.