jueves, 16 de septiembre de 2010

Desde el balcón de mi casa (y digo casa como diciendo hogar) se ven muchas cosas: la ciudad de México, en días despejados; el Cerro colorado y Cuemanco; los fuegos artificiales el 15 de septiembre y los cuetes multicolores el 12 de diciembre.
Al interior, se ven mis libreros y mi sala, pero se oculta mi esposa que por lo general anda de un lugar a otro. Tampoco se ven las fotos que tenemos guardadas en un secretero (las de los sobrinos, las de los parientes, la de los muertos y fantasmas), ni las fotos de nuestra boda que aún están debajo de una cama.
Si alguien se asomara con mucho cuidado tal vez podría ver una cruz de madera apolillada, pero no al Santo Niño Jesús de Pagra, ni el Señor de la Misericordia, ni el san Judas Tadeo que esta descarapelado. Menos aún, los juguetes tradicionales mexicanos, ni nuestra vajilla azul que ocupamos casi a diario (porque es para las ocasiones especiales). Si recorrieran con mucho cuidado los libreros tal vez podrían encontrar la Historia de México, de El Colegio de México, pero si me preguntaran el nombre de 7 de nuestros héroes patrios o las fechas de las cruentas batallas que nos dieron sustento histórico como mexicanos, no las sabría...
He dicho que desde el balcón de mi casa (y digo casa como quien dice patria) se ven muchas cosas. Pero no se ve una fachada naranja en cuyo interior están mis padres y sus costumbres, sus regaños y sus peleas, sus discos de Julio Jaramillo y sus manzanas en dulce. Tampoco se ve, y menos se escucha, a mi hermana yendo y viniendo en busca de sus hijos, regañándolos a lo lejos; ni a los niños que juegan en la computadora o abrazan un muñeco de peluche. Es más, aunque se ponga mucha atención, desde el balcón de mi casa (y digo casa con la tristeza de alguien que estuviera en el exilio) no se puede escuchar la risa de mi sobrina o ver los enormes dientes de plata de mi sobrino el más pequeño.
Es decir, desde el balcón de mi casa (y lo digo como mexicano auqnue no sé si oficialmente lo sea) se ve la bandera monumental del Colegio Militar, se ve el Popocatépetl y "la mujer dormida", también la Torre mayor y la torre Latinoamericana; se observa a las personas que a diario salen a trabajar y regresan cansados, se puede mirar a los niños que ríen y no juegan a los sicarios y los militares; y en la esquina, aunque desde mi balcón no se vea, se presiente una bandita de chavos que los viernes se reúnen a tomar refresco y a escuchar música electrónica, y que a veces se ponen borrachos y después sus madres salen por ellos y mientras los meten a gritos, los hacen quedar mal delante de los amigos que ríen por la regañada (antes de que sus madres también salgan por ellos).
Vuelvo al punto, desde el balcón de mi casa (y lo digo sabiendo que es sólo una de mis muchas patrias) se ve el México que a diario vivo: trabajadores sin trabajo, niños mudos que chillan como gatos, ancianos que a las seis de la mañana ya barren las calles, hombres que salen adormilados rumbo a su trabajo, mujeres con su bote de la Conasupo, niños engominados que van a la escuela, chatarreros que compran fierro viejo, albañiles que cada día buscan una obra donde quedarse a ganar su jornal...
No hay sicarios, no hay drogadictos, sí hay alcólicos, sí hay desempleados; no hay militares, no hay políticos, sí hay mujeres abandonadas, sí hay jóvenes ansiosos de comerse el mundo; no hay pleitos, sí hay discusiones; no hay obstáculos, aunque sí hay ganas (y muchas).
Y así, nos levantamos todos y cada uno hace su rutina; si nos topamos en la calle nos saludamos de rápido, nos deseamos un buen día; de noche inclinamos la cabeza cuando pasamos al lado del otro, y cuando nos topamos con mucho tiempo (raro en esta ciudad) nos ponemos al tanto de los chismes, de lo que vemos desde nuestro balcón.

Hace días me decía una amiga que era una vergüenza lo de Cristian Castro y que los políticos gastaran tanto y que no se pusieran de acuerdo en cómo sacar al país de la situación en que vive y que estaba harta de los retenes militares y de los narcotraficantes y de los ambulantes que no pagan impuestos y de los ladrones en las calles...
Yo, la miraba desde mi balcón (y lo digo como si fuera sinónimo de mi corazón) y la dejaba hablar pensando en que cada quien forma y recrea su patria desde su propio balcón (y lo escribo casi diciendo frustaciones y alegrías). Entonces, mientras ella veía una patria destrozada, yo veía mi corazón (y lo digo como si fuera un exiliado y viera mi patria, a mi familia, a mi esposa muy cerca de mí) y me sentía feliz en mi autoexilio, en la patria que forjo a diario viendo desde mi balcón. Después, recordé este poema y entonces me supe más mexicano que ninguno:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

("Alta traición", José Emilio Pacheco)

martes, 7 de septiembre de 2010

Siempre me ha costado hacer nuevas amistades. No sé diga de integrarme a grupos de amigos o conversaciones que ya van avanzadas. El viernes no fue la excepción.

En la secundaria contaba con el apoyo de El Negro, quien es de plática fácil y muy simpático. Incluso cuando habla con tantos prejuicios y con un exceso de groserías, uno termina riéndose de lo que dice. Es como una especie de Jim Carrey que gesticula y provoca que todos lo amen. Uno jamás puede aburrirse a su lado, siempre habrá algo que provoque la risa.
Bueno, decía: en secundaria El Negro y El Catrín fueron mis mejores amigos, sin embargo, El Catrín era un muchacho que las tardes las pasaba en casa y que no le gustaba ir a fiestas. El Negro, por el contrario, apenas pisaba su casa para comer (yo era el gorrón que nunca faltaba) y bastaba que alguien insinuara algo sobre una posible reunión para que El Negro se apuntara.
Entonces, en aquel tiempo y ahora, le pedía al Negro que llegáramos juntos, que él fuera socializando y poco a poco me incluyera en la plática. Era una especie de rutina que de tan bien aprendida parece natural:
—Y el otro día vimos a una pinche vieja gorda, pero gorda gorda, con un greñero como de bruja de cuento, las patas partidas a leguas se veía que le olían, y la muy cabrona nos dice: "¿qué me ven?", y entonces le respondí, "pues qué va a ser, lo pinche cerda que estás", ¿verdad? —volteaba a verme y ambos soltábamos la risa.
Y así, se nos iban las tardes. Ya al final, él terminaba besando a la muchacha guapa de la fiesta y yo me quedaba platicando (¿entreteniendo?) a la amiga chaperona que llevaba. A veces, si bien me iba, le tomaba la mano. Muy pocas veces pude sacarle su teléfono.
Digamos que era una especie de patiño. Pero me hacía feliz ser así. Todo el mundo sabía que éramos amigos inseparables y que tanto yo festejaría las muchas bromas del Negro, como él haría lo mismo con mis escasos comentarios chistosos.
Parte de la rutina era corregirlo, decirle que las cosas no eran como él las platicaba, o agregar algún detalle para que su narración fuera mejor:
—"Me cae que te van de salir patas de gallo antes de los 30 por creerte la muy buenota", le dije a la gorda esa, "Las axilas te van a apestar cada que quieras acercarte a un galán como yo..."
—Y eso que no conocía tus artes amatorias... —completaba yo y nos reíamos como Beavis & Butthead.
Luego los demás se reían, sobre todo de nuestras estupideces, de ese clasismo cómico que era tan común en la Pachuca de mi adolescencia, y entonces El Negro, con su sudadera de jerga, le decía el peor de los piropos a la muchacha guapa y ella, conquistada por su humor, aceptaba irse a un rincón de la fiesta.
Ya en casa, no dejaba de pensar que tal vez mi nombre debía ser Cory, y el del Negro, Shawn y que estábamos Aprendiendo a vivir.
Alguna vez creo que lo dije: cuando alguien conoce a El Negro se enamora de él, y a mí me soportan con tal de que El Negro tenga al perfecto corista que complete sus bromas.
Quizá por eso lo considero mi hermano. Y el viernes no fue la excepción.