jueves, 7 de octubre de 2010

Hoy hablé por teléfono con mi abuela. Dice que, por la edad, ya es una mujer lenta; pero ríe y pregunta y chismea y se burla.
Tengo varios días pensando en ella, en la casa que habitaba cuando yo era un niño. Estaba en una vecindad y había que subir una empinada calle para llegar a ella. Estaba llena de cubetas que servían como macetas de corona de cristo, de chisme, de vaporub, de bugambilias y rosas de castilla. También tenía un pedazo de reja que se atoraba con un alambre y era la puerta interior, y tenía un piso rojo y frío donde nos arrastrábamos jugando con las chucherías que escondía en su ropero. Además, tenía un sillón amarillo forrado con plástico y debajo de su buró guardaba revistas Lágrimas y risas, La revista sentimental y varios tomos de la revista Atalaya. Los domingos que hacían mucho calor nos bañaba a cubetadas a mis primos y a mí y dejaba que nos secáramos a la intemperie mientras nos platicaba historias bíblicas o nos relataba sus interminables aventuras al lado de su padre bandolero y revolucionario.
A ella, a mi abuela, creo que debo mi manía por la fantasía (las sirenas que una vez vio me dejaron marcado) y debo también ese regustó por ser irónico y a veces hiriente. Eso último es en lo que he estado pensando por días: cómo una simple frase que dijo hace mucho tiempo fue capaz de cambiar el destino de toda una familia.
Por más que le doy vueltas al asunto, no hallo explicación; pienso en el respeto que le tenían sus hijos, la adoración que le mostraban, esa inconfundible obediencia que le mostraban hasta el día que mi abuela dijo una frase, cinco palabras, no más de 30 letras.
Entonces mi abuela era una especie de Sara García: fumaba y era capaz de tumbar al más hombre a la hora de emborracharse con latas de aguardiente o pulque; decía groserías sin parar y tarareaba lo mismo corridos de la Revolución que canciones de Daniel Santos o de Los Panchos. Después de aquello, aunque ella nunca ha querido admitirlo, dejó el alcohol, el cigarro y las groserías. Empezó a santificar su vida tras haber experimentado la corrupción (al menos del alma).
Recuerdo un día en especial, de aquellos cuando empezó su cambio: íbamos de noche a la iglesia y ella se salió de la parroquia cuando vio que unos novios se besaban cerca de la sacristía: "Las cosas que actualmente hacen los jóvenes, qué falta de respeto", dijo mientras me tomaba de la mano y me sacaba de ahí. Con el tiempo he llegado a pensar que tal vez esa no fue la razón, sino que habrá visto al padre de mi madre, que después de muchos años de abandono por ese entonces hizo su reaparición.
No sé, son tantas cosas que pienso cuando hablo con mi abuela... y por más que trato de entenderla, de encontrar explicación a por qué dijo aquellas cinco palabras, no puedo sino verla como una mujer que un día se dio cuenta que el mayor pecado que había cometido en su vida había sido hablar sin medir las consecuencias. Entonces me prometo pensar diez veces las cosas que he de decir, pero irremediablemente su herencia por la imprudencia es más fuerte.

2 comentarios:

Rogelio Pineda Rojas dijo...

Qué hay de nuevo... Pues mi abuela me sobornaba para que la acompañara a misa de 8 los domingos y le encantaba masticar chicle viendo a mis tíos jugar baraja y beber tequila blanco. Ahora ya no está aquí, pero sigue allá, en lo más gozoso de mis recuerdos.
Saludos.

Rogelio Pineda Rojas dijo...

¿Para cuándo otro post? Saludos.