miércoles, 2 de diciembre de 2009

"El mejor lugar del mundo"

Quien hoy es mi esposa estaba ya desesperada. Yo, que no comprendía el porqué, seguía insistiéndole que fuera de la ventana del departamento debía haber al menos un árbol. De eso tiene ocho años y me urgía salir de un departamento en Villa Panamericana donde La Chilena y El Gringo me habían abandonado a los caprichos del casero (quien me pidió abandonar el lugar y pagar lo que La Chilena le debía desde hacía dos años).
Caminamos muchos lugares hasta que La Mona nos avisó que su vecina rentaba un departamento en Tlalpan. Fuimos, lo vimos y encontramos el árbol que tanto demandaba yo.
Nuestros primeros años de matrimonio los pasamos en ese lugar donde era imposible esconderse pues era demasiado pequeño: bastaba que la puerta estuviera abierta y desde la recámara se podía ver la cocina, la sala y el comedor. Fueron buenos años, años de aprendizaje, en los que soportamos que la instalación del gas tuviera fugas, que la "puerta" del baño nunca funcionara bien, que hubiera ratas a causa de nuestros vecinos guerrilleros y cochinos, que disfrutamos con la compañía de Los Ginos, que escuchamos peleas, que nos enteramos de romances y que vimos las pequeñas tangas de una vecina regordeta colgando del tendedero.
Luego, tras cuatro años, un día nos subieron la renta y decidimos buscar otro lugar. Anduvimos por el rumbo (que ya nos había gustado) y tras varios días llegamos frente a dos edificios de departamentos, hechos de ladrillo rojo, con grandes arcos en la puerta de entrada, con muchas ventanas, con balcones y con la reserva ecológica al lado. El costo de la renta, sin embargo, excedía nuestras posibilidades.
Por ese tiempo, también, mi esposa recién había regresado a trabajar (después de un año de mala salud) y tras hacer cuentas, y decirnos que nos daríamos el gusto de vivir en una casa bonita sólo un año, decidimos quedarnos a vivir en nuestro "castillo de Drácula".
Las primeras noches que pasamos ahí nos asomábamos al balcón a mirar la ciudad, sacábamos un sillón y nos poníamos a beber cervezas; también escuchábamos una canica que rebotaba en nuestro techo y que siempre atribuímos a la niña que vivía en el departamento de arriba (el día que se fue la niña y que la canica siguió sonando por las noches, decidimos subir el volumen de la tele y no pensar más en aquel ruido).
Ahí, en esa casa, nos hemos fortalecido como matrimonio, hemos soñado, llorado, peleado, gritado, imaginado... Hemos hecho algunas fiestas con personas que de repente se cruzaron en nuestro camino y luego han desaparecido... Hemos recibido a nuestros amigos, a nuestras familias (si es que no son la misma cosa) y hemos tomado mucho café para soportar el frío...
A veces, cuando me levanto y veo tanta vegetación afuera de la ventana, cuando miro el amanecer que comienza por la zona de Puebla, o cuando de noche miro la luna y la siento tan cercana, creo que no era una exageración pedir un árbol fuera de la ventana. Uno se siente con más fe, con más ganas de seguir intentándolo otro día más, seguir a pesar de que los pagos no lleguen, de que las cosas no resulten como esperamos, de que Verona o Alfonsina o Efraín aún no asomen la cabeza o levanten la mano...
Por eso creo que valió la pena andar tanto tiempo, en pareja, buscando el mejor lugar del mundo...


(Perdón por la versión española, pero no la hay con subtítulos en "mexicano")

2 comentarios:

Rogelio Pineda Rojas dijo...

Olvidaste mencionar algunos recuerdos que se desprenden de los muros de esa casa pero que me tomaré la confianza de enumerar, porque los valoro mucho: los cigarros de kiwi, los partidos de futbol vistos en la televisión, el reconcilio de parejas y los tazos que sacaste aquella noche, aquel par de noches en que usted y L. le dieron un resplandor de vida a un servidor. Abraxos.

mangelacosta dijo...

Muchas gracias por lo recuerdos, por valorarlos, por haber estado en la casa... Tal vez, quién sabe, a lo mejor esos recuerdos también son cimientos de alguna otra cosa...