miércoles, 16 de diciembre de 2009

“Buscaba un archivo en una USB que creía perdida”. Fue lo primero que escribí hace un año. Tenía la idea de escribir sobre mis fantasmas. Hacía tiempo que había terminado una novela que aún hoy nadie se atreve a publicar y mi única intención era “aflojar la mano”. Al fin, después de muchos intentos, quería convertirme en un “escritor profesional”, así que cuando caminaba por la calle, mientras mecánicamente realizaba alguna labor, pensaba en la mejor forma de abordar un tema, de acomodar las palabras hasta que dijeran cuanto quiero. Recordé entonces una frase que alguna vez me dijo La Güera, una amiga que vive en España y que lee el blog que desde hace años redacto: “Cómo decirte que me gusta más tu estilo en el blog, después la forma como escribiste la novela y por último tus cuentos”. Era una frase lapidaria y de no haber sido porque sé que me estima, aquella crítica hubiera provocado algún pleito. “Es curioso”, contesté, “curioso y un poco triste. ¿Sabes? El blog lo escribo con lo que pienso, no le corrijo nada, en cambio, la novela me llevó algunos meses de correcciones, y los cuentos varios años. Es como si me dijeras que entre más me esfuerce menos claro es mi lenguaje cuando me propongo escribir”. Luego, cambié el tema de la plática y continuamos tecleándonos algunos chismes, pues conversábamos por el msn.
Eso recordé hace un año, así que me puse a escribir un texto con la misma comodidad con que escribo en mi blog, sin comprometerme con el estilo, sin preocuparme por repeticiones o cacofonías. La idea era escribir tres cuentos que estuvieran interrelacionados. Estos cuentos me darían la oportunidad para hablar de mis fantasmas: de Lona, de la imagen de la esposa de Francisco Tario al abrir las cortinas de su casa cada mañana, de mi temor por ser padre, de mis propios padres… Así, comencé el primer “cuento” y narré toda la desesperación que sentía por la pérdida de una amiga. Después, cuando comprendí que no era suficiente esto, que la historia por sí misma no era “literaturablizable” le inventé un prólogo y así surgió la idea de un escritor que va creciendo conforme pasan las páginas. Al principio es un hombre que escribe mucho y todo lo cree bueno, más tarde comienza a contenerse y al final, tras el tercer “cuento” es tan críptico que únicamente él se entiende. Digamos que mi apuesta era describir el proceso que había vivido durante el tiempo que intenté ser “escritor”.
Un día, por fin, me animé a mostrarles el primer “capítulo” a unos jóvenes. El texto fue criticado y pensé, con tal de no hacerme mucho daño, que era necesario que conocieran su totalidad para que pudieran comprender cuál era mi “apuesta”. Sin embargo, los días pasaban y yo no daba con el final más conveniente. Es curioso, pues tuve que platicar con otro amigo para hallar la forma de terminar mi “escrito”.
Habíamos tomado algunos cafés antes de las nueve de la noche y cuando la plática comenzaba a ser soporífera, le pregunté si no le había dado miedo tocar ante miles de personas en el Zócalo del Distrito Federal (recién había dado una tocada y en él yo veía el éxito que cualquier artista puede anhelar).
Entonces sacó de su mochila un libro de Anne Bogart y mientras lo hojeaba (vi que estaba excesivamente subrayado) empezó a decirme que aquella dramaturga apostaba (esa fue la palabra que empleó) por la vergüenza y el miedo. Según mi amigo cuando un actor se paraba frente a un escenario (y él además de cantante es actor) debe sentir vergüenza de lo que hace, tener miedo de no entregarse por completo. Me contaba que Bogart plantea estos conceptos como una forma de autocrítica, pero no que amilana, sino que lleva al actor a luchar más fuerte con tal de conseguir interpretar un carácter y no sólo un personaje.
―Se trata ―continuó― de no sentirse cómodo con lo que uno hace, de cada vez que te sientes que haces bien las cosas cuestionarte si en realidad es lo mejor que puedes hacer…
Y la frase se filtró hasta mi mente y ya no la pude sacar de ahí.
Por qué habría de escribir algo con el “estilo de mi blog” con tal de que a mis amigos les gustara, con tal de que fuera legible. Qué importaba si mis cuentos eran incomprensibles, pues a fin de cuentas eso era con lo que yo me sentía conforme. Alguien dijo alguna vez que los textos no son buenos ni malos, sino que sólo necesitan hallar a sus lectores. Entonces, en medio de aquella plática con mi amigo comprendí que ahí estaba el final de mi historia. Ya no importaba si no podía rescatar a mis fantasmas, si no podía expresar toda la desesperación que me provoca el visitar la casa de mis padres que viven como desconocidos. Ahora ya no quería sentir miedo de tener un hijo, de arriesgarme a poner en papel mis ideas, de expresar todo lo que quiero. Aunque también, tristemente, comprendí que el texto que había redactado a lo largo de un año no resolvía ninguno de mis temores; que no era un fin, una meta, sino sólo el trayecto que debía recorrer para poder sentirme más tranquilo, para dejar el “lo intenté” y decir “lo hice, aunque…”; la importancia de todas las palabras tecleadas era el trayecto recorrido para llegar a otro estadio, para sentir que al fin había llegado el momento de ponerme a escribir y arriesgar una forma de escritura, un tema en especial (me había sentido cómodo al escribir como en el blog, y eso comenzaba a darme vergüenza)... Ahora ya no tendría que justificar mis escritos con supuestos prólogos, con la historia de un escritor que no se asume como tal y se esconde tras un personaje que invariablemente se parece a él, ya no era necesario retomar la realidad y sólo distorsionarla un poco (como lo había intentado en el primer cuento), ni debía limitar mi creatividad con tal de ser más sucinto (como en el segundo cuento), y mucho menos debía trasegar mis textos hasta dejarlos prácticamente incomprensibles con tal de no excederme en las palabras, o cuidar que no hubiera cacofonías, rimas internas, repeticiones innecesarias (¿es necesario decir que había hecho tales cosas con el tercer cuento?). El juego de ser un escritor que se somete al gusto de los demás había terminado. Ahora era tiempo de empezar el aprendizaje por cuenta propia, pero sobre todo, era necesario llegar, con tal de no hacer interminable el asunto, con tal de no autorrepetirme, era necesario, lo repito, llegar al punto final (y tal vez éste lo sea)…

1 comentario:

Rogelio Pineda Rojas dijo...

Los comentarios hacia un texto literario son una aproximación muy exprés y suscinta a un mundo que el autor, sea joven o viejo, de dicho texto apenas está forjando. Por esa razón, aquellos comentarios no son definitorios ni positivos.
Ahora bien, el camino del escritor se hace en soledad, con su inseguridad y sus humildes hallazgos. Si para ti es importante lo que cuentas, entonces, lo es, aunque haya hilos sueltos o aliteraciónes.
Tu estilo es líquido y dúctil, aprovéchalo: siempre se agradece la claridad en una narración.
Saludos.