martes, 11 de noviembre de 2008

Era de noche y hacía viento. Caminaba por Avenida Universidad, con los ojos cerrados, sintiendo cómo el aire pegaba el pantalón frío a mis piernas. Me había quitado los lentes y el viento me daba de lleno en la cara. Quien me viera pensaría que iba borracho. Mi andar era trastatabillante. Llevaba los ojos cerrados, los brazos abiertos, la cabeza echada hacia atrás.
No había ido a pagar el teléfono -ya nos lo habían cortado- pues no deseaba recibir ninguna llamada, pero el celular...
Después que colgué me sentí fracasado, con coraje, insignificante. No quería saber ya nada más de problemas, quería liberarme, tomar un café, beber una cerveza, estar con mi esposa -iba camino a verla.
Por eso cerraba los ojos, para olvidarme de todo, para pensar en lo que me tranquiliza la vida: los libros -entonces recordaba a Francois Mauriac.
Iba con los brazos extendidos, caminando en una soledad que me tenía al borde de las lágrimas -no sabía si de felicidad por hallarme solo o de tristeza por la llamada recibida-, pero faltaba ya menos para ver a mi esposa, sólo debía llegar a Quevedo y andar hasta el Metrobús.
¡Qué semana!, pensaba, ¡Qué semana!, me recriminaba. Y pensar que no había pagado el teléfono con tal de no oir ningún timbrazo más, pero las llamadas me perseguían, a mí que el celular sólo me suena muy de vez en cuando.
Iba con los ojos cerrados, con los brazos abiertos, con la cabeza echada hacia atrás, caminando como borracho, tal vez un poco ebrio, y sólo pensaba en Francois Mauriac, en conseguir otro de sus libros, en su nudo de víboras, en sus malos entendidos.
Luego, ya sentado debajo de un semaforo, vi llegar a mi esposa. La estación del Metrobús estaba iluminada, mi esposa se veía radiante y yo me quedé callado, sin contarle de esa llamada, pues a fin de cuentas, estando a su lado, la soledad y la frustración se habían marchado. Luego la abracé y todo fue diferente.

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