domingo, 17 de agosto de 2008

La primera vez que intenté escribir un cuento, o lo hice, todo comenzó a partir de conocer a una mujer: piel demasiado morena, labios anchos, ojos agresivos..., pero lo que más me había impresionado de su persona eran sus costumbres: vestía siempre pantalón, jamás saludaba con un beso en la mejilla y se movía de forma hombruna. Entonces pensé que existían muchas cosas impuestas por la sociedad que incluso nos definían como personas: las mujeres van juntas al baño, se pueden tomar de la mano sin que se ponga en duda su sexualidad, pueden besarse durante un saludo, etcétera. Así, el cuento hablaba de un joven que, durante un día, hacía todo lo que a una adolescente le estaba permitido.

Hoy veía en la tele un programa sobre China, de las nuevas costumbres según las cuales los ojos deben parecer occidentales (900 euros vale la operación), las personas deben ser más altas (siete meses internadas para que les alarguen los huesos) y de las múltiples operaciones faciales para que su cara semeje la de un europeo.
Durante los créditos estaba asqueado, incapaz de comprender esas obsesiones. Decidí escribir este post y mientras la computadora arrancaba pensé en otras tantas costumbres que nosotros hemos ido adquiriendo: dejar la paternidad para pasados los 35 años, unirse en pareja sin necesidad del "papelito", las múltiples tendencias sexuales, esa manía de adquirir objetos que nos recuerdan cuando éramos niños, las compras indiscriminadas de tecnología, el exceso de trabajo, la falta de vida familiar, la compra del carro antes de cumplir cierta edad, el viaje a Europa...
Arrepentido de querer criticar a los chinos, sólo empecé a escribir, pues aún sentía la necesidad de hacerlo, aunque me sentí incapaz de arrojar la primera piedra.

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