miércoles, 5 de diciembre de 2007

En una esquina del Palacio del Ayuntamiento de la Ciudad de México un viejo toca una guitarra. Digo viejo desde mis 29 años que contemplan al hombre que en realidad no debe tener más de 60 años. Toca la guitarra y tiene un amplificador que hace unos meses no tenía. Toca la guitarra y se escuchan el Cielito Lindo, los acordes que rasgan la noche de invierno con luminaria de navideña. Toca la guitarra y nosotros lo vemos casi escondidos tras una columna, recargados, cansados de los pies.
Toca otra canción (casi se adivina un bolero) y mi esposa recuerda una película mexicana: Arrabalera; me dice el reparto, superficialmente relata la trama, me cuenta que Los Panchitos (ese trío infaltable en las películas de los cuarenta) tocaban una melodía mientras Marga López lloraba por un amor (creo).
Y entonces todo alrededor se pinta de sepia, poco a poco se reduce a una ambientación en blanco y negro, e imagino a mi esposa fumar como hacía Andrea Palma, y me miro con un sombrero Stetson y una gabardina al estilo Arturo de Córdova y las calles respiran neblina decembrina y el tiempo empieza a correr a 24 cuadros por segundo y me pongo melancólico (a pesar de que a nuestras espaldas, cientos gritan, disfrutan de la nueva pista de hielo. Pero eso a nosotros no nos importa)...
***
Cenamos en el Salón Corona, quesadillas doradas con rajas de chile poblano. Margarita, la güera, platica con los parroquianos, les hace bromas, les miente sobre su ascendencia rusa, bromea sobre su llegada a la ciudad ("venía de Oaxaca y hasta caminaba encorvada"). Hasta que de pronto una mujer surge detrás de la barra y comienzan a secretearse: el dueño fue a la cocina y ella tiene hambre. La Güera se apresura a preparar una torta de pavo, le pone frijoles, jitomate, cebolla, abundante carne, y compartiendo con nosotros el secreto, la deja sobre la barra envuelta en una bolsa de plástico. La mujer le agradece con sus ojos ancianos y, como si tomara una servilleta, aprisiona la torta y se marcha del lugar. Nosotros fingimos no habernos dado cuenta...
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Caminamos por Madero, rumbo al Metro Allende. Son casi las diez de la noche y no soportamos las piernas.
—Hacía mucho que no andábamos en la calle tan tarde... sin carro, me refiero... (ella sólo asiente con la cabeza)
—Ahora en lugar de ir a ver, nos dedicamos a comer...
—Pero estaban buenas las palomitas, ¿no?, ¿el café?, ¿la dona?, ¿las quesadillas?
Ambos sonreímos, nos tomamos de la mano y atravesamos Motolinia, volteamos a ver el bar El Zinco (con muy poca gente), avanzamos arrastrando los pasos, como con ganas de no llegar al Metro (ella fuma), pero es tarde, mitad de semana, y hay que llegar a casa para continuar con la rutina. Nos abrazamos y entramos a la estación, felices...

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