miércoles, 3 de agosto de 2011

Pasé a comprar un pollo a la leña en el Pollo feliz. Tuve que esperar porque se estaban cociendo y mientras me comía una tortilla recién hecha, con salsa roja martajada, llegaron a la caja una madre y sus dos hijos.
La mujer usaba un pantalón de caída ligera y una blusa vaporosa con flores en color pastel. El pelo lo tenía teñido de rubio y sonrió cuando pidió dos pollos para llevar y cuando agregó a la orden espagueti, arroz y dos refrecos de 2 litros y medio.
Los hijos eran una niña de 12 años, tal vez, con uniforme de escuela. El niño, de pelo engelado, con 6 años, peleaba con la hermana.
A ellos también les ofrecieron tortillas recién hechas y tras quemarse las palmas de las manos, les pusieron sal y continuaron con su pelea. La mujer sonreía a la cajera, pero de vez en cuando volteaba a ver a sus hijos y con un sólo guiño los niños dejaban de pelear por unos segundos y se alejaban de la madre.
Entonces, como si estuviera viendo el pasado, vi a mi madre, a mi hermana y a mí yendo al Pollo feliz que estaba en Avenida Revolución. Nos vi ordenando dos pollos, con espagueti, sin preguntar el costo, sino sólo a mamá sacando varios billetes de su bolsa repleta. Casi pude vernos llegar a casa o al puesto, en el mercado, y comer vorazmente el pollo, los totopos, las tortillas. Nos vi y empezó a entrarme cierta tristeza: ojalá esa niña nunca saliera de su casa para estudiar lejos, ojalá ese niño no siguiera sus pasos unos años después, ojalá que esa madre no terminara por preguntar el precio de todas las cosas antes de pedirlas, ojalá esa familia no llegara a lo que la mía es ahora...

Después, llegué a casa, besé a mi esposa y a mi hijo (la vida, ahora lo entiendo, no es sólo tristeza y melancolía) y juntos, nos sentamos a disfrutar del pollo a la leña.

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